El ogro de Bakú
Antes de despegar este domingo me ofrecieron prensa. Elegí el ABC. Me es muy cómodo su formato con grapas. No hay que sujetar las páginas y me sorprendo a veces cuando soy capaz de leerme su tercera. Y entonces, con la cabeza embotada por la altura y el fin de semana, leo a Federico Marín Bellón, que escribe sobre Garry Kasparov. Escribe sobre el talento, sobre cómo este ajedrecista ha sido el número 1 desde hace vente años. No es Jordan, no. Tampoco es Pelé. Es Kasparov señores, el más grande es Kasparov.
"El ogro de Bakú tiene un instinto asesino sólo comparable a su tenacidad, con una voracidad de victorias mayor que la de Merkx, Nicklaus, Pelé, Bubka, Spitz, Ali, Sampras, Jordan o Schumacher. Sólo así ha podido permanecer dos decadas en la cumbre de una actividad donde los ordenadores fabrican a un maestro más rápido que a un licenciado. Sobre el tablero es un maniaco que no respeta ni las más elementales normas de educación. Su mera presencia carga el ambiente. Nunca supo asimilar sus escasas derrotas, ni siquiera contra Deep Blue, el gigante de IBM, capaz de calcular 17 millones de jugadas por segundo."
Una vez estuve en la Isla de Pascua. Me alojé en una casa y tuve la ocasión de disfrutar de la hospitalidad de la gente de Rapa Nui. Mi anfitrión era, según sus palabras, el mejor jugador de ajedrez de la isla. Me ganó sin problemas y sonreía satisfecho en su victoria, quizás ampliada por mi condición de extranjero, de español. Me ganó siempre. Jugamos durante todos los días que estuve allí, más por observar su satisfacción en mi derrota, que por el placer de la partida. Por las noches, entre mito y mito, me explicaba las jugadas que había estudiado, problemas resueltos rápidamente por su mente preclara. Antes de acostarse, esculpía moais kava kava viendo la televisión nacional chilena. Le prometí enviarle un ajedrez y aún no lo he hecho. Recuerdos de volcanes en medio del mar, las nubes recorriendo el cielo tan rápido, la tierra esponjosa, la isla casi moviendose bajo mis pies, la soledad, la compañía, el lento transcurrir de los días, el tiempo que se distorsionaba, el mercado y el té.
Una vez estuve en la Isla de Pascua. Me alojé en una casa y tuve la ocasión de disfrutar de la hospitalidad de la gente de Rapa Nui. Mi anfitrión era, según sus palabras, el mejor jugador de ajedrez de la isla. Me ganó sin problemas y sonreía satisfecho en su victoria, quizás ampliada por mi condición de extranjero, de español. Me ganó siempre. Jugamos durante todos los días que estuve allí, más por observar su satisfacción en mi derrota, que por el placer de la partida. Por las noches, entre mito y mito, me explicaba las jugadas que había estudiado, problemas resueltos rápidamente por su mente preclara. Antes de acostarse, esculpía moais kava kava viendo la televisión nacional chilena. Le prometí enviarle un ajedrez y aún no lo he hecho. Recuerdos de volcanes en medio del mar, las nubes recorriendo el cielo tan rápido, la tierra esponjosa, la isla casi moviendose bajo mis pies, la soledad, la compañía, el lento transcurrir de los días, el tiempo que se distorsionaba, el mercado y el té.
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